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miércoles, 30 de septiembre de 2015

LOS PELDAÑOS DE NACAR por XIMENA KRASNAYA

Este es un relato que escribí cuando tenía 14 ó 15 años. Mientras ordenaba unos papeles lo encontré. 

LOS PELDAÑOS DE NACAR

por XIMENA KRASNAYA






Me encontré frente a una escalera muy larga y sentí dentro de mi cabeza que una extraña voz me decía subiera por ella. Sin pensarlo siquiera, mis pies comenzaron a moverse, primero uno, luego el otro, muy lentamente; sólo sentí que debía subir, no la razón. De pronto vi que la escalera brillaba, me agaché para tocarla y mis dedos rozaron aquellos fríos peldaños; “son de nácar”, pensé. Eran tan delgados como una hoja de papel, o quizá más delgadas aún; pero yo debía subirlos. Después de un rato, cansado por el ejercicio, me senté y comencé a recordar mi pasado. Allí estaba mi padre que se había fugado con una prostituta, mi madre llorando noches enteras su horrible soledad, su pobreza y el cáncer que consumía a mi hermano.
Nuestra vida había sido hermosa hasta entonces. Mis padres se habían casado muy jóvenes y enamorados, compraron muebles baratos y los metieron en un departamento alquilado en un edificio viejo, que más bien parecía una ratonera que un lugar para seres humanos. Allí nació mi hermano y allí vivieron hasta que él cumplió cinco años. Luego se trasladaron a un lugar mejor y mi padre pudo comprarse una camioneta en la que hacía mudanzas. Un par de años después nací yo. Cuando tenía siete años, mi padre se fue de la casa, detrás de una prostituta que había conocido en la calle.
Me levanté y seguí subiendo. Un poco más arriba encontré un violín y unas partituras; a pesar de no haber estudiado nunca música, comencé a tocar, ella brotaba de mí como podría haberlo hecho en un violinista profesional. Hasta entonces había sentido un horrible vacío dentro de mí, nunca estuve satisfecho con los trabajos mediocres que debía cumplir en una oficina; pero esta vez sentía que realmente estaba haciendo algo, me sentía enormemente feliz. La música llenaba por completo mi alma y estuve allí, parado, tocando días enteros, sin darme cuenta que no había descansado ni comido. Volví a sentir esa espantosa sensación de inutilidad, lo que yo hacía no le servía a nadie y dejé de tocar. Continué subiendo.
Una mujer, vestida con un traje azul, brillante y muy largo, apareció ante mis ojos. Tenía una mirada extraña, me sonreía levemente. Desapareció tan rápidamente como había aparecido. Me senté a reflexionar quién sería e imaginé a aquella muchachita, compañera del colegio, que yo había amado en silencio. Se llamaba Thalía, era alta y delgada, de ojos dulces y hermosos, de carácter sereno y alegre. Yo la miraba durante la clase como quien ve algo inalcanzable, veía cómo rendía sus lecciones de historia, cómo leía con una facilidad asombrosa la música, cómo hacía dibujos maravillosos. Nunca le dirigí la palabra fuera del ámbito escolar, sólo me limité a mirarla en el aula, en el patio durante los recreos, en la salida. ¡Thalía, cómo te amaba! ¡Y teníamos entonces sólo once años!
Nunca más volví a amar a ninguna mujer como amé a Thalía. La mujer vestida de azul debía ser como Thalía después de todos esos años pasados. Me puse a llorar como un niño. ¡Qué vacía había sido mi vida desde entonces! ¡Qué poca cosa era yo!
Me sequé las lágrimas y en mi mano vi una paleta de pintor. Miré hacia la derecha y allí había una tela en la cual comencé a pintar cuanto recordaba de la cara de Thalía. Poca cosa fue lo que pude hacer. Mi memoria se negaba a recordar las facciones expresivas de mi compañera. Tiré con rabia la paleta, me levanté bruscamente, decidido a seguir subiendo. La mujer vestida de azul volvió a aparecer.
- Píntame a mí, si no eres capaz de hacerlo con ella- dijo.
La pintura brotaba como había brotado la música. Al terminar le regalé su retrato, sin decir una palabra, ni ella, ni yo. Seguí subiendo, decidido a no pintar más.
Un viejo apareció ante mí. Tosía espantosamente. Recordé a mi hermano, en su cama, haciendo esfuerzos enormes por respirar; las noches en que no podíamos dormir entre su tos y sus gritos implorando aire. Javier sufría cáncer al pulmón, tenía sólo catorce años cuando murió. Era alto, hermoso, fuerte, el preferido de todos sus maestros, el amigo requerido en los momentos de angustia. Era mi hermano adorado. ¡Y era sólo un niño cuando murió! ¿Dónde estaba Dios entonces? ¿Dónde, cuando rogamos que le devolviera la salud? ¿Dónde cuando mi padre nos abandonó y Javier se moría? ¿Dónde cuando pudimos enviarlo a otro país para salvarlo y no lográbamos conseguir el dinero suficiente? No, no debía pensar así. Dios estaba ahora señalándome el camino que debía seguir, era yo quien no lo lograba encontrar.
El viejo subió la escalera y yo lo seguí. Vi a hombres y mujeres; niños, jóvenes y ancianos; todos enfermos de una otra forma; vi cáncer, sida, tuberculosis... y yo estaba sano. ¿Por qué? Entonces quise estudiar medicina y curé a gran cantidad de seres humanos, pero muchos se morían ante mis ojos, y era mucho más grande el dolor que sentía por aquellos que morían, que la alegría por los que había salvado. También dejé la medicina, no quería fracasar nunca y allí fracasaba más de una vez
Seguí por aquella escalera interminable y un hombre con barba larga y blanca, vestido con una toga me extendió un lápiz y un alto de papeles en blanco. Comprendí lo que él quería y me senté sobre la escalera. Mis dedos volvieron a tocar aquellos peldaños delgados, fríos y brillantes, había olvidado la impresión que me habían causado al principio. “Son de nácar”, volví a repetir. Quise escapar de allí en ese preciso momento. Era absurdo todo lo que me pasaba. ¿Por qué debía subir? ¿Por qué debía hacer lo que esos extraños seres me insinuaban? ¿Por qué esos extraños escalones delgados? ¿Por qué de nácar y no de mármol, madera o piedra? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué horrible pesadilla era ésta?
Comencé a escribir todas estas preguntas y de pronto la tinta del lápiz se terminó, no tenía otra cosa con qué escribir y grité y lloré como un niño porque ahora había encontrado algo que hacer y una cosa tan estúpida me lo impedía. Dejé de llorar. Miles de ideas venían a mí, pero no podía escribirlas. Siempre tenía que haber una razón para impedirme hacer algo útil: había dejado el violín porque le tenía miedo al público y no ayudaba a nadie con eso, no quería pintar porque no lograba recordar lo que yo deseaba, abandoné los enfermos porque no podía salvarlos a todos y ahora dejaba de escribir porque no era capaz de pedir un poco más de tinta. Era un cobarde, ¡no un incapaz! Debía luchar, lo sabía; pero en vez de luchar dejaba que todo se me escapara de las manos.
Un vaso de vidrio estaba a mi lado, lo rompí y con sus pedazos intenté cortarme las venas. Vi con horror la sangre que corría por mis muñecas. Sentía aquel dolor espantoso y pensé en todo lo que me había faltado en la vida, no en lo que había tenido.
Apareció la mujer vestida de azul, el viejo y el hombre de la barba blanca. Quise volver a tocar el violín, a pintar, a curar enfermos, a escribir. Nada pude hacer ahora, ya era tarde y no tenía fuerzas para luchar, nunca la había tenido. ¡Era un cobarde y ahora, un inútil!
Seguí subiendo la escalera, pensando en encontrar algo para llenar el enorme vacío que iba consumiendo lo poco que quedaba de mí. Fue en vano, nada encontré. Subía y subía, esperando, siempre con la esperanza de lograr servir para algo. No, ya Dios no quería ayudarme, yo lo había rechazado cuando él me había enviado talento. Llegué por fin al último escalón y una luz encandiló mi vista. “¡Es Dios!”, pensé. Quise escapar de allí y recomenzar todo nuevamente.
Intenté bajar los peldaños de nácar, pero ellos ya no estaban. -“¿Qué he hecho de mi vida? ¿Por qué la he desperdiciado de esta forma?”- . Todas las preguntas venían a mi cabeza. Recién entonces supe lo que había tenido y no podía retroceder al pasado, ya todo aquello había acabado. ¿Qué podía hacer? Nada, no podía hacer nada. Ahora sí era un inútil.
Había cerrado los ojos al pensar esto y al abrirlos no estaba allí la luz que había encandilado mi vista, sino la mujer vestida de azul, el viejo que tosía y el hombre de la barba blanca.
-Lo has tenido todo y no has querido nada- me dijeron los tres.
Y yo volví a cortarme las venas. La mujer vestida de azul me extendió un revólver, la miré a los ojos sin comprender lo que ella deseaba de mí.
-Has elegido siempre lo más fácil, nunca has sido capaz de luchar frente al menor inconveniente. ¡Eres un cobarde! Elige también esta vez lo más fácil.
Tomé bruscamente el revolver, lo puse sobre mi cabeza y disparé.

Ximena Krásnaya 


2 comentarios:

  1. Excelente relato!. Excelente la descripción de los personajes!! Es una pena que no escribas más seguido.
    Mabel Delacqua

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  2. Un excelente fantástico.Muy bien escrito. Es una de las mejores cosas que leí en los últimos tiempos. Camino al Nobel! te felicito!
    Fernando Mendoza

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